La Salvación en los guantes
El campeón wélter mexicano pudo haber sido otra víctima de la violencia y las drogas
Una ventosa tarde des fines de abril, Antonio Margarito estaba terminando su tercera serie de abdominales cuando se enteró de la gresca que se había armado en la calle frente al Gimnasio en Tijuana. El recién coronado campeón wélter de la Federación Internacional de Boxeo escaló los peldaños del gimnasio subterráneo y se paró en la entrada para observar la escena. Unos seis policías federales habían saltado de cuatro camionetas Silverado y rodeado a un joven, al que habían sorprendido hurgando en el maletero de una SUV sin placas aparcada al otro lado de la calle. Ocho uniformados más se pararon en derredor, con la mano en el gatillo de sus rifles AK-47. Algunos llevaban mascaras de esquí negras. Todos lucían chaquetas antibalas.
Margarito se acercó a los policías y se identificó, sonriendo y estrechándoles la mano. La SUV no era robada, le aseguró; era un regalo que acababa de darle al hombre al que la policía apuntaba con sus armas: su manoplero y amigo de barrio Jesús Armando Pérez Cortez. Margarito le aseguró a los polis que la vehículo seria registrado sin demora. Con palmazos en la espalda, el campeón fue felicitado por su último triunfo, un nocaut en el sexto asalto contra Kermit Cintrón el 12 de abril en Atlantic City. Ser famoso sirve incluso en lugares dominados por el narcotráfico y la violencia como Tijuana.
En la ciudad fronteriza, la tensión se respira en el aire. Casi todas las mañanas aparecen cadáveres en las calles y los secuestros son pan de cada día. Treinta y seis horas después del malentendido por las placas de la SUV, 15 personas murieron y seis resultaron heridas en tiroteos que involucraban a pandillas de narcotraficantes y policías. Y mientras los carteles de drogas se disputan a balazos el dominio de las calles, el púgil entrena sin paisa, desentendiéndose del clima de inseguridad y minimizando las continuas molestias, como los retenes policiales. “Las drogas y la violencia están por todos lados” dice, “pero yo me concentro en lo mío”.
Cuando no está en el gimnasio, el campeón recorre las calles en su SUV Mercedes Benz último modelo y frecuenta los restaurantes de moda, donde firma autógrafos con alegría y come sin medirse. Sus entrenamientos diarios se encargarán de quemar las calorías, explica.
Y habrá que creerle, pues el llamado Tornado de Tijuana es un maniático del gimnasio que retoma su rutina completa de ejercicios apenas una semana de cada pelea. El programa es el siguiente: se despierta a las seis de la mañana para correr en un complejo municipal de deportes; luego, por dos horas, levanta pesas bajo la supervisión de un fisicoculturista (otro amigo de la infancia) en un gimnasio a pocas cuadras de la infame zona roja de Tijuana; por último, hace manoplas con Pérez Cortez en el Gimnasio Azteca.
Margarito es una tormenta de golpes que castiga a sus oponentes con poderosos ganchos y destructores uppercuts (al puertorriqueño Cintrón lo noqueó con un impacto al hígado). Fuera de la lona, en cambio, es un bromista que no pierde oportunidad de reírse a expensas de sus amigos, como hace cinco años, cuando a la madre edad de 25 desató el pánico en las afueras de un centro comercial al detonar un petardo. Pero esa broma no es nada comparada con sus travesuras de infancia.
El Pugilista creció en una atestada casa situada en una colina de un área marginal de Tijuana conocida como Zona Francisco Villa. Compartía la vivienda de dos ambientes con su padre, madre, hermano mayor y tres hermanas menores. No él ni sus amigos de barrio eran delincuentes, sino más bien revoltosos. Lanzaban neumáticos cerro abajo que terminaban impactando los techos de los vecinos; rompían y jugaban con los circuitos eléctricos, sumiendo en la oscuridad a varias casas del barrio. “Nunca me metí en una pandilla”, dice Margarito, “y ni la droga ni el alcohol me gustaban. Pero eso sí: era travieso”.
Que Margarito no haya caído en la violencia y drogadicción que atrapa a tantos jóvenes de Tijuana no es otra cosa que un milagro. “Salía a correr al amanecer y veía a mis amigos en la calle, drogándose”, dice. Ahora, mientras conduce por las calles de su ciudad escuchando sus rancheras favoritas, enumera a los amigos de la Zona Francisco Villa que no corrieron con su misma suerte. “A uno le metieron in balazo en la cárcel”, señala. “A otro lo mataron frente a una farmacia; a un tercero, en su propia casa. Dos más se volvieron locos usando cristal [metanfetamina]”.
Margarito cree que hay dos razones por las cuales no terminó como esos amigos: sus padres y el boxeo. “Fueron muy buenos ejemplos”, dice de su padre, Antonio, y su madre, Consuelo. “Y yo quería sobresalir, así que pasé mucho tiempo trabajando en el gimnasio”. Antonio padre vendía lámparas y trabajaba de guardia nocturna, pero se dio el tiempo para inculcarles disciplina a sus hijos. Cuando Antonio hijo tenía ochos años, lo llevo junto a Manuel, su hermano mayor, a un gimnasio de boxeo, y a presenciar peleas profesionales.
Pero al comienzo Antonio no era el mejor pupilo. “Lo mandaba a correr temprano”, recuerda su padre, “y me dijeron que me engañaba. No corría. Se mojaba la cabeza para llegar a casa y decir que venía sudando”. Antonio padre decidió obligarlo a hacer fintas a punta de latigazos de toalla, hasta que sudara de veras.
El chico se hizo profesional en 1994, cuando tenía 15, pero su carrera se demoró en agarrar vuelo porque su manager y entrenador, Joe Valdez, lo enfrentaba a boxeadores mucho mayores y más experimentados. A los 18, Margarito tenía una mediocre foja de 9-3, mas seguía prometiendo con su constancia sobre el ring su quijada de granito. Tras ponerse bajo las órdenes de Francisco Espinoza y Sergio Díaz, dos representantes de Los Ángeles con un poco más de tino, comenzó su escalada en los rankings, cosechando 16 victorias seguidas en cuatro años y medio, y fichando con la influyente agencia Top Rank.
Por su parte Manuel se había hecho profesional en 1993 y repartía su tiempo entre el gimnasio y un trabajo para mantener a su mujer e hija. En octubre de 1999, Antonio estaba con Espinoza en el vestíbulo de un Holiday Inn en Fort Worth, Texas, en la víspera de un enfrentamiento contra Buck Smith. Espinoza recibió un llamado a la recepción. “Cuando cogió el teléfono, tuve un mal presentimiento”, dice Antonio. “Me miró, y se volteó, dándome la espalda. Ahí supe lo que había pasado”. Manuel había sido acribillado a balazos en su casa. Nunca se supo por qué. La crueldad de su muerta se vio agravada una semana después, cuando su viuda dio a luz a su segundo hijo.
Tras enterarse del asesinato, Antonio vagó por las calles de Forte Worth completamente aturdido. Cuando volvió al hotel a las 3 de la madrugada, le dijo a Espinoza que subiría al ring todos modos. Esa noche Margarito despachó a Smith con un golpe al cuerpo en el quinto asalto. “No sé cómo gané esa noche”, dice, “pero sí sé que Manuel estaba conmigo”.
Margarito siguió boxeando en medio del dolor, convirtiéndose en uno de los pugilistas más promisorios de su división. En 2002 ganó el título wélter de la Organización Mundial de Boxeo con una contundente victoria ante Antonio Díaz, y defendió el cinturón siete veces durante los cuatro años siguientes. Para 2006 ya se había incorporado al selecto grupo de pugilistas que intentaban enfrentarse al mejor boxeador libra-por-libra, Floyd Mayweather Jr. Pero Mayweather desestimó los $8 millones que Bob Arum, promotor Top Rank, le ofreció (hubiera sido el mayor premio de su carrera en ese momento) para que se enfrentara a Margarito. “Mayweather evita a todo el que tenga posibilidad de derrotarlo”, dice Arum, “y Margarito era un peligro: un tipo carismático con una mandíbula de acero”.
Al verano siguiente, los bonos de Margarito disminuyeron considerablemente tras perder el título OMB frente al zurdo Paul Williams por decisión unánime. Pero sus decisivos nocauts a Golden Johnson en noviembre de 2007 y Cintrón en abril, despejaron el camino para la superpelea (y la superbolsa que ha estado pidiendo por años) contra el campeón wélter de la Asociación Mundial de Boxeo, Miguel Cotto, a celebrarse el 26 de julio en Las Vegas.
Cotto – Margarito tiene todos los ingredientes para ser la pelea del año. Cotto no ha perdido ningún combate profesional y Margarito ha besado la lona sólo en dos ocasiones, en sendas peleas que terminó ganando. Ambos van al frente, lo que garantiza un ritmo endemoniado. La mejor defensa de Margarito (la única, en verdad) es su incansable ataque que lanza desde una miríada de ángulos. Cotto, por su parte, puede boxear o irse al tú por tú con la misma efectividad, tal como demostró en noviembre en una victoria técnicamente impecable sobre Shane Mosley.
Dados la altura y el largo alcance de Margarito (5’11” y 73” frente a los 5’7” y 67” de Cotto), su rival le convendrá mantener la distancia e intentar superarlo por puntos. Pero no te fíes de ello. Lo más probable es que en los últimos saltos los ánimos se caldeen y los dos mejores wélters del negocio (sin contar a Mayweather) descarguen todos sus golpes hasta que uno caiga al suelo.
En caso de que Margarito supere a Cotto, se habrá ganado el derecho a competir por el oro frente a Mayweather (si esté finalmente acepta un hueso duro de roer) o a Oscar De La Hoya (si todavía no cuelga los guantes). De concretarse uno de estos combates, Margarito piensa invertir las ganancias en bienes raíces, aunque quizás lejos de Tijuana. Ahora vive en la ciudad de la furia, a cinco minutos de la familiaridad –e inquietante violencia– del vecindario en que creció, en una casa de cinco habitaciones junto a su esposa y compañera desde la secundaria, Michelle, y dos cuñados del púgil. Por estos días, Tijuana es un lugar difícil para formar una familia, incluso si eres el hijo predilecto de la Zona Francisco Villa. ♦