Es viernes por la noche en Villa Allende y Ángel Cabrera está en el centro de la acción. Hace seis semanas que ganó el U.S. Open y ayer fue homenajeado en la Casa Rosada por el Presidente de Argentina. Hoy Cabrera está de vuelta en casa, en este poblado en las afueras de Ciudad de Córdoba. Para él, las noches de viernes en Villa Allende comienzan en el Almacén y Bar Cóndor con una veintena de amigos.
A sus 38 años, Cabrera ha logrado 18 campeonatos internacionales y ganancias que superan los $12 millones. Pero gracias a los parroquianos de Cóndor –caddies, jardineros y buscavidas de Mendiolaza, pueblo aledaño donde creció Cabrera–, el Pato sigue siendo una persona común y corriente. A muchos compañeros del Cóndor los conoce desde que era un niño, cuando tras ser abandona por sus padres dejó la escuela primaria para ganarse la vida.
Las mujeres y los desconocidos no son bienvenidos en la trastienda de Cóndor. Una vez que los sospechosos de siempre han llegado, se cierran las puertas. Los hombres no hablan de política no de golf. Más bien, se dedican a cultivar el arte del insulto, y Cabrera no es inmune a las bromas. A un tipo con una llamativa cabellera entrecana lo llaman Casco, a Cabrera le dicen Pelado.
La velada es amenizada con una especialidad cordobesa: Coca-Cola con Fernet Branca, un licor amargo destilado de uvas y hierbas. Es otra noche de viernes con sus migotes y Cabrera está en su salsa. “Por haber ganado el U.S. Open no voy a cambiar mi forma de vida”, dice. “Voy a seguir viviendo en Villa Allende, comiendo asados, tomando Fernet”
Puede que los viernes estén reservados para el Cóndor, pero otra noche de la semana es posible encontrar a Cabrera en el elegante bar Novecento, donde se codea con los adinerados de Villa Allende entre platos de queso y piezas de atún adornadas con sésamo. Ésta también es la gente de Cabrera. De entre ellos ha escogido amigos de confianza para que manejen su carrera, cuiden de sus finanzas y supervisen las obras de caridad que se nutren de su generosidad. A lo largo del tiempo, Cabrera ha aprendido a imitar sus modeles, pasando de ser un chico que sobrevivió en la calle con sus puños y su inteligencia a un caballero del golf que en junio deslumbró a los espectadores del U.S. Open. Manejar del Cóndor al Novecento toma pocos minutos en el Jeep Cherokee negro de Cabrera. Es un viaje fácil para un hombre que se ha pasada la vida trasladándose entre mundos distintos. La casa de su infancia aún está en un camino de tierra en Mendiolaza, al borde de un arroyo rodeado de basura. La casa consiste en poco más que murallas de ladrillos, techo de zinc y una enredada historia familiar.
Miguel, su padre, era un hombre dedicado a la construcción. Su madre, Luisa, era una hermosa mujer de pelo negro que trabajaba de empleada doméstica. Ángel tenía tres o cuatro años cuando sus padres se separaron. Su madre tomó la custodia de su hermano y hermana menores, mientras que Ángel quedó al cuidado de su abuela materna, Pura Concepción en la casa de techo de zinc.
Cuando tenía 10 años, Cabrera comenzó a trabajar de caddie –la persona que le lleva los palos a un golfista– en la exclusivo Córdoba Country Club. Ganaba 25 pesos por turno, hoy en día equivalente a unos $8. “No me convertí en caddie porque quise”, dice. “Lo hice porque era una forma de ganar dinero y alimentarme”. Pero le llevó un tiempo tomárselo en serio. Un socio del club recuerda una vez que Cabrera dejó en el suelo la bolsa de palos para perseguir mariposas.
Cuando cursada sexto grado, Cabrera abandonó la escuela para dedicarse por completo a ser caddie. “¿Para qué estudiar?”, dice. “¿Para cargar palos?”. (Por años ha circulado entre la prensa el rumor de que Cabrera es analfabeto. “Sé leer y escribir”, dice. “Fui a la escuela seis años. Simplemente no pude seguir”).
Diez cuadras separan la casa de su abuela del club, pero para Cabrera el viaje era transformador. “El golf me enseñó muchas cosas”, afirma. “Crecí rodeado de profesionales: abogados, doctores, ingenieros. Aprendí a comportarme, a hablar, a comer, a vestirme. En casa no tenía nada. El club era mi casa”. Cabrera recibía una educación muy distinta cada lunes, cuando el club cerraba sus puertas y los caddies jugaban partidos de golf por dinero.
Todos los que llevan años en el patio de los caddies tienen su historia favorita de Cabrera, apodado el Pato por su manera de andar. José Antonia Vázquez, con más de 30 años trabajando en el club, recuerda: “Supe que el Pato iba ser un gran jugador cuando tenía años y lo vi volverse loco al tener una mala salida de hoyo 10. Practicaba sin parar y había dos opciones: o iba a terminar devorándose la cancha, o la cancha se lo iba a devorar a él”. Pero la furia de Cabrera iba más allá del campo de golf. “Siempre estaba en la calle peleando”, dice el caddie Rodolfo Monjes.
Su juego se distinguía por ese mismo estilo agresivo y sin refinamiento en la cancha del Córdoba Country Club, que es par 72 y tiene 6,876 yardas. “Aprendí a pegarle con toda mi fuerza”, dice.
El Pato demostró tener suficiente talento como para que lo comenzaran a financiar algunos socios del club, con lo que pudo viajar a torneos. La idea de convertirse en profesional se volvió más atractiva cuando Cabrera tuvo una familia para alimentar. A los 16 años se había ido a la casa de su abuela para vivir con su novia Silvia, once años mayor que él. Cuando Cabrera cumplió 20, tuvieron un hijo llamada Federico. Cabrera se hizo profesional al año siguiente. Se dio un año para afianzarse en el circuito o, de lo contrario, se buscaría un trabajo.
En 1995 ganó los abiertos de Paraguay y Colombia, y al año siguiente se adjudicó el Volvo Masters de Latinoamérica. Para entonces ya tenían otro hijo, Ángel.
En 1999 Cabrera dejó el tour sudamericano para probarse en Europa, donde se convirtió en el patriarca de un grupo de jugadores y caddies argentinos que comparten asados y Fernet.
En el U.S. Open, Cabrera se presentó como un hombre de pocas palabras y muchos cigarrillos, una encarnación del gaucho argentino. En la conferencia de prensa posterior a su victoria su comportamiento fue tan reservado que rozó la melancolía. Parte de ello se debía a la barrera del idioma, va que e Pato nunca se ha molestado en aprender inglés. “No me interesa”, dice. “¿Sabes lo que me dijo Roberto De Vicenzo (el santo patrono del golf argentino)? ‘No te preocupes: si pegas cerca de 60, todo el mundo te va a entender. Se pegas 72 o más, te vas a morir de hambre’”.
La poca apertura emocional de Cabrera esconde un corazón abierto. Ha donado dinero para construir una institución para niños discapacitados de Villa Allende, y en Mendiolaza fundó un centro de deportes y arte. En el Córdoba Club sobran las historias de cómo Cabrera ayudó a caddies en aprietos o pagó los gastos médicos de sus niños. “No se me olvida cómo era la vida”, asegura.
Antes del U.S. Open, Cabrera era un jugador que nunca estaba a la altura de su talento, uno al que sólo le faltaba confianza en sí mismo. “Ahora sé que puedo ganar lo que sea”, dice, y en efecto a la postre llegarían los triunfos en el PGA Grand Slam en octubre y en el Abierto de Singapur en noviembre.
Sin embargo, el legado de Cabrera estará marcado por mucho más que su colección de trofeos. “Ganar el Open fue muy especial para el golf en mi país”, dice José Cóceres, otro caddie argentino convertido en golfista. “Los hinchas de fútbol, la gente de la calle, todos lo siguieron. Para muchos era la primera vez que veían golf”.
A Cabrera lo llena de orgullo el poder retribuirle un poco al deporte que le ha dado tanto. Empezó ganado 25 pesos por día, y en 2007 embolsó casi $4 millones en premios. Pero por mucho éxito que Cabrera haya cosechado en el unltracompetitivo mundo del golf, ése no es él. El verdadero Pato sigue siendo el de los viernes por la noche en Villa Allende. ♦