Como experiodista de investigación de Sports Illustrated y padre de cinco niños, he observado toda la gama de experiencias deportivas en todos los niveles, desde la elite hasta los más pequeñitos. Mientras informaba sobre fraude de edades y abuso de esteroides, me expuse a la parte más sórdida y oscura del deporte. Escribí sobre deportistas profesionales que se inyectaron fluidos tóxicos para jugar mejor, entrenar más duro y conseguir contratos multimillonarios; y niños impresionables quienes -impulsados por padres insistentes- imitaban a sus ídolos deportivos, tomando ellos mismos drogas para mejorar el rendimiento.
Un padre del que escribí falsificó la edad de su hijo para que el adolescente pudiera deslumbrar a millones con sus destrezas como lanzador en la Serie Mundial 2001 de las Ligas Menores de Béisbol. Otro padre obligó a su hijo a tomar hormona de crecimiento humano y testosterona, partiendo a los 13 años de edad, con el fin de transformarlo en un patinador en línea de clase mundial. El primer padre fue repudiado, el segundo fue encarcelado. Pero lo que más me duele y me motiva es algo que ocurre mucho más comúnmente. Es lo que veo una y otra vez cuando entreno a mis hijos o simplemente hago tonterías con ellos en una cancha de golf: padres que recriminan públicamente a sus hijos. Los humillan por no marcar un gol o no hacer un tacle suficientemente agresivo. Una tarde me encontré con un niño en un putting green de poco menos de dos años de edad. Al seguir mirando, su padre, espontáneamente, me informó que su hijo era un putter terrible, que no podía jugar para nada. Lo que yo vi era un niño inocente que apenas podía agarrar un club, ni menos alinear un putt. Lo que preví fue una vida de presión, culpa y desilusión, y la sofocación de un potencial ilimitado.
Es perturbador pensar lo que demasiadas expectativas le pueden hacer a la esperanza. En otra ocasión, una niña se me acercó en su primer día de entrenamiento de equipo y me preguntó emocionada si podía ser nuestra portera. Antes de que pudiera responder, su padre dijo abruptamente: “No la dejes jugar al arco. Tiene unas manos terribles”. La niña de 10 años de edad parecía traumatizada y se puso roja. La puse al arco ese mismo día. Hay que admitir que era un poco insegura entre los palos, pero para el término de la temporada se había convertido en una arquera confiada. ♦
From Kim John Payne, Luis Fernando Llosa, & Scott Lancaster. Más allá del triunfo: Cómo educar a tus hijos de manera inteligente en un ambiente deportivo toxicó, Lyons Press, (Connecticut, 2013).