Los niños de Estados Unidos están siendo despojados de su infancia. Es así de simple. El juego solía ser la forma en que descubríamos quiénes somos y explorábamos el mundo. Tal vez fue en un terreno baldío, donde, con el guante en la mano, discutimos con amigos, sorteamos quién partía y pasábamos la tarde inmersos en un juego de béisbol. O tal vez fue jugando a pillarse con linternas: nos perseguíamos al anochecer, riéndonos y cayéndonos, chocando y tropezándonos. Pero conectábamos entre nosotros: con nuestros padres, hermanos y amigos. La vida era física e inmediata. La interacción era directa. Hablábamos, peleábamos y resolvíamos nuestros conflictos cara a cara.
La tecnología cambió todo eso. Hoy nos comunicamos por Facebook y mensajes de texto. Miramos Vimeo y vemos cómo los videos se viralizan. Las experiencias de vida y el aprendizaje son a través del filtro de los dispositivos digitales. Actualmente los niños están enchufados a algún aparato, a menudo incluso antes de que puedan caminar. No hay una afirmación estadística más alarmante de este tsunami social que la declaración de la Fundación Kaiser de que los niños están expuestos a un promedio de siete horas y media de pantallas diariamente.
Los niños hoy se relacionan entre sí de manera diferente. Los adolescentes se cortejan por mensaje de texto. Se separan vía Twitter. Se molestan y se burlan unos de otros –en algunos casos extremos, llegan al suicidio– en el ciberespacio. Las consecuencias de un estilo de vida tan hiperconectado pueden ser emocional y físicamente paralizantes. Muchos de nuestros niños carecen de las habilidades sociales interpersonales que aprendimos a través de interacciones básicas cuando éramos jóvenes, y que todavía creemos que son obvias.
Muchos padres, preocupados por la situación, han recurrido al deporte como una panacea. Mamás y padres jóvenes corren a inscribir a sus hijos en clases de natación y de fútbol, de t-ball y tenis. Esperan que aprendan a interactuar con otros niños a través de juegos organizados, de que el deporte les enseñe motivación y liderazgo, o, por lo menos, los levante del sofá y los saque al aire libre. Esperamos que, en la competencia, nuestros hijos aprendan lo que se necesita para luchar, apuntar a una meta y tener éxito. La intención es buena. El resultado final es sorprendentemente tóxico.
¿Por qué los deportes infantiles –que en la superficie parecen proporcionar un ambiente perfecto para que los niños aprendan lecciones de vida y desarrollen habilidades sociales y físicas clave que necesitarán en su vida adulta– en realidad obstaculizan el desarrollo síquico, social y físico de nuestros hijos?
Para comenzar, los niños de hoy en día son sobreentrenados por entrenadores controladores y que abusan de las órdenes. Como dice Jenny Levy, entrenadora jefe del equipo campeón nacional en 2013 de lacrosse femenino de la Universidad de Carolina del Norte: “los niños son como perros de raza, que imitan los ejercicios que realizamos en la práctica. No están diseñados para pensar creativamente. Hacen lo que saben. Lo que es seguro”.
Y tiene razón. En todo Estados Unidos, los entrenadores a nivel infantil, secundario, universitario y profesional con los que he conversado, por no hablar de maestros, profesores universitarios y reclutadores laborales, hacen eco de este sentimiento. Los niños de hoy no pueden pensar de manera creativa.
Según Levy, desde muy pequeños siempre ha habido un adulto que les dice a nuestros hijos qué hacer, dónde pararse, cuándo moverse. “ Pueden que sean talentosos o tengan buen estado físico, pero si quiero que sean creativos”, dice, “tengo que reentrenarlos”.
Este no es un problema exclusivo del deporte. Kevin K. Parker, profesor de Bioingeniería y Física aplicada en la Universidad de Harvard, dice que le lleva años desprogramar a los estudiantes que han sido educados de manera tradicional. Solo entonces podrán convertirse en pensadores innovadores y creativos en un ambiente de laboratorio. “Uno de los mayores desafíos que tengo es llevar a [esos] estudiantes sobresalientes y sacarlos de la caja. Se educan en un salón de clases en el que obtienen excelentes calificaciones. Los invitas a un laboratorio y les pides que se olviden de todo lo que saben, que salgan de su zona de confort”.
¿Podemos entrenar nuestro camino hacia el éxito?
Todo se reduce a una idea errónea que predomina entre los padres: que los niños deben ser instruidos y entrenados en un entorno reglamentado desde la primera infancia para que puedan adquirir y perfeccionar las habilidades que necesitarán para tener éxito en el deporte, la escuela y en su vida adulta. Sin embargo, lo que nuestros hijos realmente necesitan es una infancia más cariñosa y protegida. Se les debe dar la oportunidad de desarrollarse a un ritmo más lento y natural, resguardados de las presiones culturales y tecnológicas, y protegidos de esa mentalidad orientada a lograr objetivos y ganar a toda costa que ha infectado a demasiados padres obsesionados con el éxito.
Lo más importante es dejar a los niños tranquilos. Para que puedan ser… niños. Porque lo que aprenden cuando dejamos que se las arreglen solos, y cuando juegan con otros niños en el patio, se entretienen en el parque, corren por el bosque o se divierten en la playa, es lo que mejor los prepara para las pruebas, desafíos y ajustes que enfrentarán como adultos.
Durante décadas, los maestros de la primera infancia, los psicólogos del desarrollo y los neurocientíficos han defendido el papel fundamental del “juego libre” para el desarrollo saludable de los niños. “Uno de los mejores predictores del éxito escolar es la capacidad de controlar los impulsos ”, dice Erika Christakis, profesora de primera infancia, y su esposo, Nicholas Christakis, profesor de Medicina y Sociología en Harvard. “Todos los días donde trabajamos, vemos cómo nuestros jóvenes estudiantes tienen dificultades con la transición del hogar a la escuela. Todos son niños maravillosos, pero algunos no pueden compartir fácilmente o escuchar a otros en un grupo. Algunos tienen problemas de control de impulsos y les cuesta no molestar a los otros; algunos no siempre se dan cuenta que las acciones tienen consecuencias; unos pocos sufren terriblemente de ansiedad de separación. Y no estamos hablando de niños en edad preescolar. Estos son estudiantes universitarios de Harvard a quienes enseñamos y asesoramos. Todos saben cómo trabajar, pero algunos de ellos no han aprendido a jugar”.
Si el juego libre es tan crítico, si los niños ven y aprenden de amigos (y enemigos) sobre las emociones de los demás y desarrollan habilidades colaborativas; si los niños desarrollan empatía y habilidades de autocontrol cuando juegan de manera imaginativa, ¿por qué, como sociedad, estamos tan empeñados en hiperestructurar las horas que nuestros hijos no están en la escuela (si tenemos el tiempo y nos lo podemos permitir)?
Gran parte de la ansiedad que impulsa la obsesión de la sociedad con conseguir resultados (ganar a toda costa) en los deportes infantiles surge de un deseo perfectamente saludable y natural de ver a nuestros hijos triunfar en el deporte y en la vida. Nos movemos tratando de crear condiciones perfectas o casi perfectas que puedan ayudar a catapultar a nuestros hijos a la tierra prometida: una buena universidad, una carrera estimulante, éxito económico, comodidad para toda la vida. Incluso antes de que sus hijos hayan cumplido cuatro o cinco años, algunos padres usan sus tarjetas de crédito hasta el límite para anotarlos en equipos de lacrosse, programas de música y arte, y todo lo que puedan racionalizar como los puntos de apoyo imprescindibles para su ascenso a las alturas del éxito.
¿Ganar a cualquier costo?
Ejemplos de comportamiento parental obsesivo en los deportes infantiles hay en todas partes. Mientras paseaba por el Great Lawn de Central Park en una hermosa y cálida mañana de otoño con mi buen amigo Brad (fui el entrenador de fútbol de su hijo durante cinco años), nos encontramos con algo que ahora es demasiado común, pero no por eso menos preocupante: un pequeño niño corre de aquí para allá, esquivando y saltando hileras de conos y cuerdas que forman un cuadrado perfecto de diez por diez pies sobre el césped. Está en pleno entrenamiento, ejecutando un ejercicio de agilidad que busca mejorar su rendimiento. A pocos pasos, su imponente entrenador profesional de veintitantos años, que está a cargo de esta sesión de entrenamiento individual que cuesta $125 por hora, asiente con aprobación. Dos guantes, un bate y un par de pelotas se encuentran en el pasto a pocos metros de distancia, sin usar.
Brad y yo estamos en el parque buscando locaciones para un documental que estamos filmando, basado en el libro que Kim John Payne, Scott Lancaster y yo acabamos de escribir: Más allá del triunfo: cómo educar a tus hijos de manera inteligente en un ambiente deportivo tóxico. Brad frunce el ceño ante lo que ve, luego sacude la cabeza. “Este es exactamente el tipo de cosas que necesitamos capturar en la película”.
Ver a este niño despojado de su infancia me conmueve hasta las lágrimas. Es un atleta profesional en miniatura. La ironía es tan pertinente. Este niño no debería estar haciendo ejercicios, entrenamiento cruzado y repeticiones de fortalecimiento dinámico a los cuatro años. Debería estar explorando el mundo que acaba de descubrir. Debería estar con sus amigos persiguiendo mariposas, mirando a un ejército de hormigas marchar por el pavimento, corriendo y saltando, y trepando rocas. Mejor aún, debería ir a pescar o de excursión con su papá o cocinar y andar en bicicleta con su mamá. Lo que este niño necesita, anhela realmente, es la conexión: con el universo físico que lo rodea; con su madre, su padre y sus amigos que lo pueden acompañar a descubrir las maravillas del mundo. El único “ejercicio de fortalecimiento dinámico” en el que debería participar a su edad es el tipo que ocurre naturalmente cuando está jugando a la pelota o trepando un árbol.
Presiones sociales para crear matones y usuarios de esteroides
Entre los problemas graves que afectan a los niños en los deportes infantiles se encuentran el acoso escolar y el uso de esteroides. También son el resultado de presiones sociales, impuestas sobre las psiques maleables de mentes en desarrollo. Los deportes televisados aparecen como un claro culpable. Los niños aprenden el comportamiento a través de la mimesis. Y lo que absorben de la programación deportiva que ven, ya sea solos o con mamá o papá, es, a menudo, casi criminal.
Cada deporte tiene su lado oscuro. Pero las peleas, los golpes a los rivales, las faltas descaradas y las burlas crueles son la norma en los estadios profesionales de Estados Unidos. Es todo un espectáculo. Y un pésimo ejemplo para la juventud del país. Por ejemplo, considere el hecho de que, a menudo, la primera vez que un niño aprende toda la fuerza de la palabra “odio” es en el contexto de su padre o madre hablando mal de un equipo rival de otro pueblo o ciudad. Esas opiniones negativas y apasionadas tienen un fuerte impacto en mentes influenciables.
Y lo que los niños ven, es lo que imitarán. Las humillaciones, los insultos y el acoso son algo extendido en los deportes infantiles. Se convierten en la norma cultural. Personalmente, como padres, podemos poner las reglas claras: castigamos a nuestros hijos cuando actúan o tratan mal a sus hermanos o amigos. Pero luego, justo en el centro de nuestros hogares, tenemos un dispositivo de falta de respeto dispuesto como un altar, en el centro de la sala, con todas las sillas frente a él como bancos de iglesia. Como dice Kim John Payne a menudo, “los televisores pueden ser comunicadores de faltas de respeto, exponiendo a nuestros hijos a todo tipo de comportamientos inapropiados”.
Cuando combinas esta actitud opositora dominante con la mentalidad de ganar a toda costa que genera el elitismo de los deportes infantiles, estás yendo por otro camino social complicado. Solo los mejores niños juegan en los equipos que viajan. Los ponemos en pedestales. El dinero se invierte en programas para unos pocos, mientras que la mayoría de los niños de Estados Unidos permanecen inactivos, engordan y se dedican a actividades menos saludables. El costo cultural es asombroso.
En el centro del problema (y de la posible solución) están los padres.
Los padres y las decenas de miles de padres que entrenan a los cuarenta millones de niños que practican deportes organizados en todo Estados Unidos, a menudo están completamente consumidos por la presión de ganar a toda costa. Imprimen en sus hijos y en los nuestros que el éxito o el fracaso en la cancha equivale al éxito o al fracaso en la vida. Invierten miles de dólares al año (en algunos casos, hasta $20,000 por año) para lograr que sus jóvenes atletas se conviertan en superestrellas. Algunos persiguen obsesivamente becas universitarias para sus hijos a pesar de que las estadísticas demuestran que son muy difíciles de conseguir. Solo el 2% de los deportistas de secundaria recibe becas deportivas de la División 1 de la NCAA. Además, en promedio reciben alrededor de $11,000 por atleta. Dado el costo total de la educación superior, eso es un aporte mínimo a la deuda familiar.
He estado en velorios y funerales de varios jóvenes que murieron después de dejar de usar esteroides y un cóctel de analgésicos, estimulantes y otras drogas para mejorar su rendimiento. He escrito sobre un padre que recibió una sentencia de seis años de prisión después de inyectarle a su hijo patinador la hormona de crecimiento humano y testosterona desde que tenía doce años. Cuando uno piensa en todos los millones de lesiones graves (incluidas las roturas de ligamentos y los traumatismos cerebrales debilitantes), el acoso y la presión parental que plagan al mundo deportivo infantil, uno comienza a comprender por qué tres de cada cuatro niños dejan de practicar deportes a los trece años. Esa es justo la edad en que, irónica y tristemente, están mejor preparados para los rigores atléticos, los desafíos emocionales y los beneficios del juego deportivo estructurado.
Padres por el cambio
Los padres pueden estar al centro del problema, pero son clave para la solución. Podemos crear experiencias deportivas positivas para nuestros hijos. Para empezar, la introspección es crucial. Si retrocedemos varios pasos, podremos ver nuestra obsesión con el rendimiento deportivo de nuestros hijos desde una perspectiva diferente. Dentro de nuestra propia historia deportiva, podemos descubrir que nuestras propensiones parentales se rigen por nuestras experiencias deportivas, enterradas profundamente en nuestra infancia. Descubierta y examinada, nuestra propia historia puede ayudarnos a liberarnos para comportarnos de manera más abierta y consciente con nuestros hijos.
Pare por un minuto. Piense en lo que le pasó cuando era un niño pequeño e influenciable, cuando dio sus primeros pasos en el mundo del deporte. ¿Sus padres estaban demasiado interesados en su éxito deportivo? ¿Puede ser que sin quererlo arruinaron sus experiencias de juego? ¿Hubo un entrenador ególatra que lo reprendió cuando tuvo un bajo rendimiento? ¿O un matón que lo acosó a usted y otros miembros de su equipo? ¿Dejó el deporte después de una experiencia desagradable? Quizás no logró lo que creía que sus padres querían.
Si buscamos en la profundidad de nuestras biografías deportivas infantiles, podemos hacer las paces con cualquier mala experiencia que hayamos tenido, y recordar y atesorar los buenos momentos. Al hacerlo y ser más conscientes de los sentimientos que influyen en nuestro comportamiento actual con nuestros hijos, es más probable que podamos distanciarnos y desacelerar un poco las cosas para poder brindarles a nuestros hijos el tiempo y el espacio que necesitan para que ellos puedan explorar y experimentar los desafíos y las alegrías de los deportes a su manera.
Lo que es alentador para Scott, Kim y para mí es que innumerables padres, entrenadores y administradores de deportes infantiles nos han dicho que están hartos de lo que presencian semana tras semana en las canchas: los padres que reprenden a sus hijos; que los sobornan para marcar goles o anotar un touchdown; que ignoran las lesiones graves porque quieren que sus hijos ganen. Los adultos que discuten en las tribunas e incluso pueden llegar a los golpes, mientras que sus niños se encogen de vergüenza y miedo. Los recientes incidentes de violencia extrema —la muerte de un árbitro en Utah, golpeado por un padre furioso, o las imágenes televisivas del comportamiento abusivo del entrenador de baloncesto masculino de la Universidad de Rutgers— subrayan la coyuntura social crítica a la que hemos llegado.
Hay un grupo de padres –principalmente madres– que están buscando alternativas. El desafío será encontrar padres y entrenadores en todo Estados Unidos que estén dispuestos a trabajar para cambiar la forma en que funcionan los deportes infantiles. Si nos unimos y trabajamos para desarrollar actividades deportivas más prácticas y holísticas para todos nuestros niños, no solo se convertirán en atletas fuertes y capaces, sino también en ciudadanos del mundo ágiles, creativos y socialmente comprometidos. ♦